Soy de los autistas a los que no se les nota tanto. Además, mi tipo de inteligencia me permite distanciarme de las reacciones emocionales. Aunque las siento, no me identifico con ellas. Pero mi capacidad para ver con cierta objetividad mis emociones —o para disimularlas— no me hace menos autista.
Llevamos dos semanas de fiestas. Sobre todo en fechas señaladas, no puedo salir a la calle. Sé perfectamente que en casa estoy a salvo, que esas detonaciones que suenan fuera son juguetes de pirotecnia. Que están diseñadas para hacer más ruido del que harían si fueran un explosivo diseñado para destruir. Que quienes los prenden no lo hacen necesariamente para molestar.
Y sin embargo, saber todo eso no impide que hoy haya visto mis manos temblar.
Es el terror de lo arbitrario. De saber que no hay lógica con la que discutir como un ser humano. De haber comprobado que por más argumentos válidos que les enseñes, ellos van a taparse los ojos y tú vas a tener que taparte los oídos. Ellos ciegos por propia voluntad; nosotros ensordecidos por un capricho, con el corazón y la imaginación más aceleradas de lo que se puede soportar.
Llevamos años hablándolo, pero no parece haber voluntad de comprender el problema. Uno de los obstáculos para que se nos entienda es el modo en que las redes sociales —dentro y fuera de internet— se construyen en base a ideas en común. Los que tienen unas ideas se juntan con quienes opinan igual. Cuando en un foro se comparte un mensaje como este, quienes opinan igual ponen un Me Gusta y listo; no hay mucho más que aportar, ya estamos de acuerdo. Pero es curioso. Los que viven en el privilegio de que no les moleste la pirotecnia abusiva son los que más intervienen en el hilo, y empiezan a soltar excusas que en el fondo no buscan más que matar la discusión. Por ejemplo: «Los animales tienen medicamentos para dormirlos y los autistas tienen cascos, que los usen. ¿Van ahora a decirnos qué hacer?» Esto, traducido, significa: «Llevo toda mi vida siguiendo todos mis caprichos sin pensar en las consecuencias. ¿Por qué ahora tengo que pensar?»
Dicen cosas como esas, cuando no andan diciendo la falacia de que los autistas no importamos en este asunto porque de todas formas nunca nos enteramos de nada. ¡Al contrario! Normalmente nos tenemos que aislar porque percibimos todo al mismo tiempo y no lo podemos filtrar.
Somos el automóvil que tiene que salirse constantemente a la cuneta porque hay unos adolescentes que no paran de usar la carretera para hacer carreras a toda velocidad.
Somos los que tienen que llegar al extremo de salir de casa dos horas antes e ir por carreteras secundarias con tal de evitar a esos que te arrollan y se dan a la fuga.
Somos los que una mañana no pueden salir de casa porque se lo impide la ansiedad; el terror de saber que existen niños que quieren causar el caos y la policía ni siquiera va a reconocer dónde está el problema. También niños canosos de cincuenta años, que si tratas de pedirles que dejen de provocar explosiones —aunque sea por un minuto, para que puedas pasar por esa calle y no tengas que rodear el barrio entero durante veinte minutos—, se van a amparar en la legalidad (cuando no a reírse de ti en tu cara, dando mal ejemplo a sus hijos).
La legalidad. Esta pirotecnia es legal. Como lo era también el derecho de pernada, y otras muchas leyes injustas que hemos dejado y dejaremos atrás. Que una cosa sea legal no implica que sea lícito ni justo. Si causas sufrimiento a alguien, está mal, y no importa si tu abuelo ya lo hacía en sus tiempos. Mientras no dejemos atrás los viejos tiempos, seguiremos cargando con sus miserias.
Ya hemos dicho a lo largo de los últimos años que los petardos, cohetes y demás detonaciones a la venta, causan demasiados problemas.
Los primeros en decirlo fueron los dueños de mascotas, que cada pocos meses sufren de ansiedad, convulsiones, incluso muertes. No les hicieron caso, porque son animales y supuestamente son menos importantes que los caprichos de los «humanos», y basta con darles somníferos para que no se enteren de nada. Quizá eso antes bastase, después de todo los petardos sonaban a una hora concreta y gracias. Ahora suenan a las cuatro de la tarde, a las siete, a las once, a medianoche, a las dos, a las cuatro y al amanecer. ¿Cuántos somníferos recetan pues?
Más tarde por fin hubo visibilidad en los medios para el colectivo autista. Para quienes no tenemos otra opción, nos quedamos en casa y nos entretenemos por otros medios hasta que pasen unos días. Pero hay quienes tienen empleo, que tienen que salir quieran o no, y que llegan al trabajo supurando violencia por toda la piel.
La pirotecnia dispara nuestra reacción de «flight-or-fight». El diálogo no suele ser una opción viable por la falta de compasión de quienes tiran petardos como hábito. ¿Qué vas a esperar de una gente a quienes les dices que están causando daño y lo siguen haciendo? Es decir, que tendremos que huir, porque si recurrimos a la violencia además nos culparán de todo —y si se sabe que éramos autistas estaremos dando mala fama al colectivo entero—.
Nuestra mejor perspectiva, la única perspectiva legal, es huir, deprisa, tratando de no prestar atención a los que se ríen de nosotros. Cuando sólo estábamos intentando llevar una vida adaptada a la sociedad.
¿Cómo se les llama a quienes provocan terror? Podría utilizar palabras mayores, pero dejémoslo en egoístas.