Lo que yo llamo pirotecnia popular es una de las cosas más aterradoras a las que pueda acceder el ciudadano de a pie.
Cuando un ayuntamiento ejecuta un hermoso castillo de fuegos artificiales, puedo disfrutarlo. Quizá me ponga más lejos, quizá lo mire con las manos en los oídos, pero estaré sonriendo.
Al contrario, la pirotecnia comprada para uso "privado" hace imposible salir a la calle. Puedo estar súper feliz, pero cuando suene un petardo ya sé que no voy a poder relajarme en una hora. El estallido me provoca una reacción tan brusca que pierdo el ánimo, el hilo de pensamiento y toda sensación de seguridad. Es un auténtico shock.
Lo peor, aparte del susto, es la indignación de saber que hay gente que, aun habiéndonos quejado, se cree con derecho a meter ruido equiparando la legalidad con la legitimidad moral.
Si fueran ruidos de animales, me darían el susto, pero se quedaría en una anécdota graciosa.
En cambio, habiendo personas detrás de esos actos, además de la agitación sensorial sufro una conmoción emocional, pues quedamos a merced de auténticos perturbadores de la armonía social que no están siendo tratados como los agitadores que son. Se les trata como simpáticos y juguetones. Cuando me quejo, me tratan de exagerado y tiran explosivos más potentes aún. Me tratan de enfermo a mí, cuando el verdadero enfermo es el que no respeta los límites ajenos por más que se le pida.
Sólo queda huir. Pero en determinadas fechas y en determinadas ciudades, es imposible escapar. Tomes la calle que tomes, vas a encontrarte con bombazos en cada plaza. Más de una vez, mi única opción ha sido dar una vuelta bordeando un barrio entero por la periferia.
Ningún auricular puede solapar el espanto desacompasado que reina sobre toda opinión. Es arbitrario, es impredecible. Estamos a merced de unos inmaduros a quienes ni siquiera puedes regañar.
Si ellos supieran lo que sufrimos por lo que consideran un simple juego, se avergonzarían tanto que incluso dejarían de identificarse con su yo del pasado.
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