martes, 2 de abril de 2019

Lo que me gusta de ser autista

Aunque el autismo no sea algo curable (por ser un sistema operativo alterno, y no un fallo de sistema), en ocasiones se presenta esta cuestión: si tuvieras a mano una «cura», ¿la aceptarías?
Es un asunto muy X-Men. ¡No, jamás querría dejar de ser como soy! En todo caso, encendería el faro mutante y volvería autistas a más personas, para que los neurotípicos dejasen de pensar que su percepción subjetiva es ley divina.

Ahora en mi vida adulta, por aquello de la depresión y la ansiedad causada por años de saboteamientos a mis procesos naturales, soy feliz en proporción pero no en cantidad. Pero de niño sí podía distinguir mis diferencias como algo de lo que enorgullecerse.
Siempre he sentido en mí una COHERENCIA con mis sentimientos.

Que yo me asustase mucho con las películas de terror que veían mis tíos no es el problema. El problema lo tienen los adultos que saben que va a venir de visita un niño y no piensan en quitar las películas de terror.

 Siempre he tenido una imaginación llena de belleza. Un saber conectarme con lo que no es pero podría ser.
Una vez más, el problema no viene de que yo pase tiempo considerando opciones mejores que las presentes, sino de quienes desprecian a los que tratan de mejorar las cosas.

Siempre me he mantenido en dirección a la verdad. Con la verdad, todo se mantiene humano. No comprendo cómo alguien puede pensar que con la mentira va a llegar a algún lugar auténtico. Claro, le dejarán pasar el arco de la puerta, pero luego no podrá regresar de vuelta.

En gran parte de las veces, no se trata de que los autistas no sepamos mentir. Es que opinamos que usar mentiras es tan patético y bajo que no sirve ni para reírnos de los mitómanos. Esa gente tiene un problema. Esa gente sí está desconectada de la realidad.

Lo que me gusta de ser autista es el gozo pleno de las cosas que disfruto. Cuando veo a la gente alabar la película de El Padrino, me digo: «¡Está mejor la novela según yo la imaginé!» Cuando me sirven un puré de patatas hecho con patatas de verdad y no con mantequilla, me digo... Bueno, no me digo nada, me callo también por dentro y gozo. Soy como la rata de Ratatouille que sí aprecia los sabores.

Aprovecho para recomendar esa película, Ratatouille. Siempre que alguien pregunta por películas relacionadas con el autismo, la gente responde pelis centradas en nuestros sufrimientos ante unas limitaciones colocadas arbitrariamente por una sociedad hecha a medida de los neurotípicos. Pero Ratatouille habla de cosas importantes. El protagonista no se queda perdido en los rodapiés de una casa, llega hasta la mismísima cocina. Si se fijan en el antagonista, verán que es el típico hipócrita que sonríe a quien le interesa y grita a todos los demás; verán que es la verdadera «rata».

Durante mucho tiempo dejé de disfrutar de la vida a la manera autista. Cada vez que yo estaba admirando la belleza de la luz atravesando las ramas de los pinos; o cada vez que disfrutaba de un libro en un rincón porque no me atraía jugar con gritones; venían a romper mi concentración, a asustarme, a hacerme cosquillas, a arrancarme de mi mejor momento posible como si fuera un muerto que necesita reanimación.
Dejé de acceder a la mejor parte de mí porque cada vez que lo hacía en público, me venían a joder.
Un autista no siempre hará cosas comprensibles a simple vista, pero por lo menos tendrá respeto por aquello que no comprende.

Otra cosa que me gusta de ser autista es que, dentro de lo que cabe, soy bastante objetivo. Si me equivoco en alguna opinión y me demuestran mi error, enseguida rectificaré y dejaré de identificarme con él. De niño sí me apegaba a opiniones hasta el punto de llegar a las manos. Pero no era por autista, sino por inmaduro. Mucha gente confunde los rasgos autistas con los rasgos de los niños autistas. A ver, los niños crecemos. Por estos fallos de concepto, luego se nos niega a los adultos el diagnóstico.

Saberme autista me gusta porque, de todas formas, las cosas para las que no sirvo no me parecen relevantes. Mi potencial está concentrado en un par de cosas que me parecen importantes.
Y como sé empíricamente que, por más que lo intentase, en lo otro sería un desastre, me siento libre para centrarme sin remordimientos en lo que amo.

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