Debía tener unos ocho años. El comedor de mi colegio nos daba cada lunes un papelito alargado con el menú de cada día de esa semana. Solían repetir los mismos platos equilibrados, pero experimentando con el orden. Un mismo plato podía desaparecer dos semanas, luego quedarse tres. Se agradecía tener esas pequeñas sorpresas.
Un lunes me quedé conmocionado. Según el papelito, el jueves íbamos a tener pollo al ajillo.
¡Pollo al ajillo! ¿Qué era eso? ¿Un pollo que en vez de saber a pollo sabía a ajo? En casa había probado el ajo y era fuerte. ¿Podría comerme un plato entero?
¿Y por qué lo llamaban ajillo? ¿Era un ajo muy pequeñito? ¡Entonces le echarían más ajillos que si fuera ajo normal!
Los días pasaban. Procuraba no pensar en el jueves. Finalmente, le confié mi temor a mi madre. Dijo que algún día tendría que probarlo, y que a lo mejor me gustaba.
¡Pero no! ¿Con aquel nombre? ¿Y si era demasiado fuerte? ¿Me obligarían a comérmelo? ¿Tendría que salir corriendo del colegio para nunca volver?
Decidí enfrentarme a esta prueba. Con paso lento pero firme, me dirigí al comedor tras las clases de la mañana.
Me senté en mi silla. Del primer plato ni me enteré. Una mera formalidad. Lo importante estaba por llegar.
Aquí venía. El pollo al ajillo, para todos los niños de la mesa. Tomé un pedazo con el tenedor. Y qué textura. Y qué sabor. Y qué delicia. Y qué bobo por haberme obsesionado media semana con algo que aún ni siquiera conocía. ¡Con obsesionarme el jueves al mediodía ya era suficiente!
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